Y se alegró de estar vivo
By Martin Serrano
Caminó tanto, que el cuerpo extenuado no respondió más. La sed lo abatió. Se derrumbó en la arena desértica. Continuó desvanecido un prolongado tiempo. Al final de la tarde, el sol se escondió y el frío del desierto, avanzo adentro de sus ropas y caló sus huesos. Recordó, antes de quedar dormido, las arenas onduladas en composición de fractales, extendiéndose en la lejanía, como una representación de lo infinito. El suelo está seco, y comienza a sentir el frío. Soñó con un cabalgar de jinetes pavorosos en la penumbra. Despertó en la oscuridad bruscamente, por los intensos dolores que aun sentía en las manos y en los pies, pero prefería olvidar las causas. La soledad lo rodea por completo. Escucha las palabras groseras, los golpes, su grotesca imagen, caminando encorvado, adolorido y el estado de ánimo tan espantoso que no lo abandona. A veces piensa que todo el mundo se ha vuelto loco, entonces reza con voz imperceptible, intentando, mantener algún tipo de paz. Escapo de aquella ciudad en primavera. Quizás era su estación, por ser esta para él, una época de nostalgia y horror, en la que le asaltan recuerdos sofocados, imprudentes y condenados. Con los párpados temblorosos sobre sus ojos marrones, compartió, lívido, un sufrimiento que, hacía de él una víctima y sentía en la garganta el grito que lo asfixiaba porque había sobrevivido. Tuvo miedo que alguien lo siguiera y comenzó a andar, esta vez el descanso aumentos sus fuerzas. Pronto, en el horizonte apareció un gran desafío. Amanecía y el terreno arenoso cedía a una tierra más fértil con pequeñas malezas y arbustos. Cuando siente que va a desfallecer divisa una pequeña aldea. Alrededor las tierras están cultivadas, en anillos concéntricos. En el primer anillo, inmediato a las casas, se sitúan los pequeños huertos familiares. En el segundo, los viñedos, olivares y campos de cereal. Los límites corresponden al bosque, que se divisa a lo lejos, ocupando una gran extensión y supuso que era una despensa de frutos, leña y animales. Muy cerca encontró un pequeño puente sobre un riachuelo. Parado encima del puente, tranquilo y sereno. Aun temeroso, repasa los detalles de tantas cosas, piensa en lo que tenía y en lo que no tenía, en lo que quería y en lo que no. Piensa en sus amigos, todos sus amigos leales, sus discípulos y en la nada absoluta que ha quedado ahora. Angustiado, entabla una lucha implacable dentro de sí, que a pesar suyo, erosiona su vida y lo conducirá lentamente al encuentro de la realización. Se detuvo a mitad del puente. Se asomó y percibió su imagen reflejada en el agua prístina con las ropas rasgadas, vio fluir el arroyo, ligero y cristalino a lo largo del prado hasta hundirse en el bosque lejano. Y pensó que las vidas son ríos, que no sabes muy bien de dónde vienen y no vislumbras a dónde se dirigen, que lo importante es que tengan aguas límpidas, fluidas, que discurran. De pronto recordó con claridad que estuvo horas, inmóvil, ya que el guardia le creyó muerto, por eso no le despedazó las piernas con la maza, para acelerar su fin. En cambio, le clavó la lanza en el tórax, sin esforzar el golpe, aun así el dolor fue indescriptible, después José de Arimatea le descolgó de la cruz, y fue recuperando su mecanismo respiratorio, colapsado por la postura, a la vez que se le redistribuía la sangre en el cuerpo. Más tarde, las sustancias empleadas para limpiarle, le ayudaron a revivir gracias a sus efectos curativos, y cuando se ocultó detrás del sepulcro y los guardias aterrados, huyeron, pensando que había resucitado y desaparecido de allí. De repente estalló en sollozos, recostado en la pasarela del puente. Y pensó en el fluir del arroyo, ligero y cristalino, perdiéndose a lo largo del prado hasta hundirse en el bosque lejano. Repaso su vida, la vio como un agua clara, traslúcida, que fluía eterna como su fe. Y se alegró de estar vivo.
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